Acto final

Me gusta verla respirar, así, lentamente, con el ritmo pausado con el que respiramos al dormir. Me acerco a los pies de la cama y me quedo observándola. Disfruto de saberme en las sombras, escondido en la oscuridad, pero cerca de ella. Esta noche me siento osado, con la necesidad apremiante de sentir el calor que emana su cuerpo, así que he ido un poco más allá y me he sentado en el borde de la cama para acercar la mano hasta su cabello revuelto, pero sin llegar a tocarlo, siguiendo a pocos milímetros las enrevesadas formas que dibujan sobre la almohada en esta penumbra que tiñe de gris todo su dormitorio.

Esta necesidad de observarla tan cerca sólo la he sentido otra vez en mi vida, con la primera chica a la que asesiné. No sé dónde radica la diferencia. Quizás es el olor que desprenden. Acerco mi nariz con extremo cuidado hasta su rostro y su exhalación llega a mis fosas nasales, incendiándome el cerebro, inundándolo de recuerdos confusos de una edad temprana. Recuerdos que reabren cicatrices mentales con tanta fuerza que llego a notar de nuevo el dolor en las marcas físicas que me dejó el pasado.  Es tan igual a ella, sus ojos verdes, la forma de la cara, los labios finos y desiguales. Cuando me cruzo con alguna de estas mujeres que son su vivo retrato, el impulso de robarles la vida es tan fuerte que un temblor remueve hasta el último rincón de mi ser. Solo siento alivio cuando las visito de noche para que dejen de poblar un mundo al que han venido a hacer daño. Un parecido físico tan palpable solo puede deberse a una cosa: ella habita en su interior y mi único cometido es evitar que su esencia perviva entre nosotros.

Me gusta preparar con esmero esta función teatral que termina con la muerte de la protagonista. La obra empieza cuando me cruzo con ella por la calle. A veces intercambia una mirada altiva conmigo y percibo en el brillo esmeralda de sus ojos que está impregnada de maldad. Otras veces me ha sonreído, pero sé que es una mueca falsa, sin emoción alguna. Entonces empiezo a seguirla cada mañana, cada tarde, cada noche. Estudio sus rutinas, su trabajo, sus idas y venidas. Con todas pasa lo mismo: de cara a la sociedad parece una chica normal, amable incluso, pero solo yo sé lo que esconde bajo su falsa vida como profesora, o reponedora de supermercado, enfermera, estudiante, ama de casa… A mí no pueden engañarme; son muchas las que he descubierto en el último año y a todas las he matado con mis propias manos.

Después descubro la mejor forma de acceder a su casa, asegurándome, en primer lugar, que vive sola, igual que ella cuando me trajo a este mundo para criarme con perversidad. Entonces preparo el atrezo para la puesta en escena del último acto: un cuchillo que guardo desde mi infancia, el mismo que ella usaba conmigo, y un espejo de mano que pongo frente a sus rostros para que vean cómo se va la vida de sus ojos y cómo acabo con el demonio de su interior.

Mi próxima víctima se retuerce en la cama mientras la observo. Ha llegado el momento de cerrar la función. Me pongo de pie junto a la cama, el cuchillo en la mano derecha y en la izquierda el espejo que reflejará mi actuación. Entonces la despierto con un leve toque, me gusta que vean mi rostro antes de matarlas, de ese modo, la parte ella que vive en el interior de esas mujeres es consciente de que no pararé hasta que la elimine de este mundo para siempre. Suelen abrir los ojos confundidas y, mientras adaptan su mirada a la oscuridad del dormitorio, les susurro las mismas palabras que oía cuando ella se colaba en mi dormitorio para desquitar su maldad contra mi piel infantil: «Vamos, pequeño descarriado, despierta, mira lo que voy a hacerte esta noche».

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