Estoy como flotando, en una nube, aún no puedo creerlo, mi sueño se ha hecho realidad. Voy a pasar el puente de la Purísima en Nueva York. He venido con la cara pegada a la ventana del taxi que me ha traído hasta el hotel. Me sentía Audry en Desayuno con Diamantes mientras cruzaba la Quinta Avenida, Carrie Bradshaw al pasar junto a Central Park y, cuando he visto la aguja del Empire State Building, no he podido evitar pensar en el final de Algo para recordar y me he dicho, ¡Ay Avelina! Quién fuera la Meg Ryan. El taxista hindú me ha cobrado un dineral por el paseo, pero ha merecido la pena hasta el último dólar. En este viaje nada me puede salir mal. Es verdad que el avión ha tenido un retraso de cuatro horas pero quien se amarga es porque quiere, a mí me ha venido bien el tiempo para empaparme la guía de la ciudad que he comprado. Nada puede estropear el viaje de mi vida, en el que he gastado todos mis ahorros.
He de decir que el hostal en el que me alojo no es como la de la agencia de mi pueblo me prometió pero ¿y qué? Pienso llevarme el día recorriendo las calles y respirando la ciudad. Estoy tan emocionada que mi maleta me parece más liviana que cuando la saqué de casa y eso que la estoy subiendo a pie a la décima planta de este edificio al que no le funciona el ascensor, aunque me encanta porque por fuera es igualito al que sale en Ghost. Mientras la arrastro por la enmohecida moqueta azul, que se parece a la de Four Rooms, recuerdo la cara de envidia de mi vecina cuando le dije que pensaba cruzar el charco. ¡Ja! La Antonia se creía que esta bibliotecaria que pasa de largo los cincuenta no iba a tener agallas, pues que se muera del coraje porque aquí estoy. Y, además, me he comprado un montón de ropa moderna para no desentonar en esta ciudad tan cosmopolita. Alcanzo la habitación 1018 y abro con la emoción contenida en el pecho. Son las diez de la noche en la Gran Manzana y, aunque estoy agotada del viaje, pienso madrugar para intimar con sus calles desde bien temprano. Cuando tiro la maleta sobre la estrecha cama, el sonido de los muelles me augura poco descanso pero ¡qué más da! Llegaré tan cansada cada día que sería capaz de dormir de pie. Nada me estropeará este viaje.
Al abrir la maleta se me corta la respiración. ¡No es mi equipaje! Dios mío, no, no, no. Esto no puede ser. Me tiemblan las manos cuando saco el teléfono de la riñonera estampada con flores naranjas. Llamo a la compañía y una insípida voz me indica que, en cuatro días, mi maleta estará en el hostal y que si necesito comprar algo debo dirigirme a sus oficinas para solicitar un cheque por las molestias. Cuelgo diciéndole varios insultos en el profundo argot de mi pueblo y me siento junto a la maldita maleta que debía estar en Sídney en vez de en mi poder, según me ha explicado la desabrida de la centralita. «Nada puede estropear mi viaje, nada», repito mi mantra una y otra vez. No pienso perder dos días en reclamar un cheque para comprar cuatro bragas y un pantalón vaquero. Me asomo al desordenado alijo de enseres que contiene pensando qué hacer. Ropa de playa de hombre, ¡la Virgen!, ni siquiera es de mujer. Rebusco y saco camisetas de colores y bermudas de flores, también encuentro un pantalón de lino blanco. Voy a parecer El Gran Llebowsky y esa película transcurría en los Ángeles, no en la glamurosa Nueva York pero me pueden servir. Mi abrigo es gordísimo y me llega hasta los tobillos, así que no se verá mucho la ropa, ni pasaré frío. Solo será cuestión de llegar a un centro comercial y comprar un par de cosas, en pocos días estará aquí mi maleta. Veo que también hay champú y artículos de higiene, esto sí que me viene bien, al menos podré ducharme en condiciones en el minúsculo baño de mi habitación, porque en este hostal los «amenities» brillan por su ausencia. En el fondo, metido en una bolsa con cierre, encuentro lo que parece un bote de perfume, pero al abrirlo me abofetea un hedor a animal podrido. Miro la composición y casi se me cae de las manos cuando leo «antídoto para veneno de Atrax robustus o araña de Sidney». Definitivamente he intercambiado la maleta con un loco ¿quién viaja prevenido contra arañas venenosas?, seguro que este chiflado se cree Cocodrilo Dundee. Con asombro descubro que lleva muy bien escondida una pequeña navaja que ha conseguido burlar la seguridad del aeropuerto. Meto el botecito y la navaja en el chaquetón para que no lo vea el servicio de habitaciones, en este país extreman mucho las medidas de seguridad y si ven algo tan raro son capaces de llamar a inmigración o algo por el estilo. El extraño viajero también ha metido entre la ropa alguna que otra chocolatina, miro la fecha de caducidad y abro una de ellas. Quiero ahogar en chocolate la vocecita que me dice que mi viaje puede salir mal, porque eso no va a pasar.
A la mañana siguiente y ataviada con la destartalada ropa del tipo raro que estará en Australia con mi maleta piso las aceras neoyorkinas. Me empapo del humo que sale de las alcantarillas, de los ríos de taxis amarillos que trascurren por las atestadas avenidas, una selva de cristal y acero que reluce y se eleva hasta los cielos reclamando su poder en el mundo. Lo bueno de esta ciudad es que es la meca del consumismo así que, a poca distancia, encuentro un centro comercial que si la Antonia lo viera se caía de espaldas. Plantas y pasillos de todo lo que una pueda imaginar. Como no hablo inglés busco a una dependienta con pinta de latina y, por suerte, la que encuentro en la sección de señoras chapurrea algo de español. No me ha pasa desapercibida la mala cara que pone cuando, al quitarme el abrigo, ve los pantalones de lino y la camisa de flores que me quedan enormes y son claramente ropa masculina, pero que la parta un rayo, ni que ella fuera Jennifer López en Sucedió en Manhattan. En media hora he comprado dos pantalones vaqueros y unos jerséis muy calentitos. La adquisición se ha llevado mi presupuesto para ver un musical en Brodway pero no pasa nada, de todas formas, no iba a comprender ni una palabra… y, como vengo repitiéndome cada día, ningún contratiempo va a amargarme este viaje. Al menos mataré de envidia a mi vecina cuando le enseñe ropa comprada en la Gran Manzana. No es de una marca conocida, pero como ella no entiende mucho de moda da igual la etiqueta que vea. A Antonia le parece glamuroso todo lo que no provenga de la tienda de Encarnita.
Cuando voy a salir de esta colosal tienda choco con el guarda de seguridad de la puerta. El hombre es tan corpulento que apenas lo ha notado, pero yo doy un tras pies tan fuerte que se me caen un par de bolsas y, lo que es aún peor, el botecito de antídoto contra arañas sale del bolsillo del abrigo y se rompe frente a nosotros. El olor es tan desagradable que casi me mareo. De repente, veo cómo el agente desenfunda su pistola y empieza a gritarme cosas sin parar que, por supuesto, no entiendo. Me apunta con el arma mientras se tapa la boca con un pañuelo y la gente a mi alrededor sale despavorida. El hall del centro comercial está ahora ocupado por más de quince policías que me rodean y apuntan con sus armas. Los clientes que abarrotaban el hall del centro comercial han desaparecido en segundos y ahora más de quince policías me cercan y apuntan con sus pistolas. Atino a levantar las manos mientras repito sin parar «pero ¿qué pasa?» al más puro estilo de Sarita Montiel, que Dios la tenga en su gloria. En ese instante las puertas se abren y parece que estoy en la película E.T. El Extraterreste. Personas ataviadas con trajes blancos anti radiación se mezclan con los policías. Entre el repugnante olor que continúa flotando en el ambiente y los nervios, noto que las ganas de vomitar me suben por la garganta. Uno de los agentes que también parece latino empieza a decirme con un acento muy raro «señora, ¿qué sustancia ha tirado al suelo?, ¡no baje las manos!, ¡donde pueda verlas!» Cuando escucho esas palabras, la fatiga es tan grande que me doblo por la cintura y apoyo las manos en las rodillas, un movimiento que propicia que la navaja se salga del otro bolsillo. Lo último que recuerdo es una montaña de uniformes caer sobre mí diciendo en inglés una frase tan típica en las películas que la entendí a la perfección: «¡tiene un arma!».
Hoy es mi quinto día en el hospital. Cuando pude explicar que ese frasco era un antídoto para el veneno de la Araña de Sidney, vino a verme el psiquiatra. Ahora me siento como en la serie Urgencias, pero George Cloony no aparece por ningún lado. He tenido que llamar a la Antonia para que me busque un abogado que ya viene para acá. Al menos veré esas salas de juicios tan glamurosas, como en la película Kramer contra Kramer, que papelón hacía Meryl Streep. Aquí viene otra vez la enfermera vieja, esta amargada me da unas pastillas que me dejan medio tonta. Antes de que el sueño me atrape de nuevo, miro hacia la ventana que tengo junto a la cama, dese aquí veo el edificio que sale en Cazafantasmas, ¡cómo me gusta Nueva York!
1 Comment
Jajajaja, lo recuerdo y me sigue enganchando. Qué capacidad tienes.
Add Comment