Día de difuntos

El título de este post es también el nombre de un certamen de relatos cortos que organiza el taller de escritura de Valencina, cuya monitora, María Morales, lo es también del grupo de Aznalcázar. Por eso, nos anima a participar cada año en este encuentro de escritores. 

No quería dejar pasar más los días para publicar en esta entrada dos de mi autoría, escritos para este certamen. Con el de ‘Sus flores preferidas’ resulté ganadora en 2017.  ¡Espero que os gusten!

Sus flores preferidas

(Certamen Día de Difuntos 2017)

Cada domingo lo veía llegar a la misma hora. Ataviado con ropas sencillas, un bastón y un sombrero del color del otoño. Llevaba, como siempre, un puñado de margaritas blancas que él mismo había cogido y atado con un simple cordoncillo.
Se situaba frente a una de las tumbas que estaban en el suelo, esas tumbas que destacan en belleza y romanticismo frente a las modernas hileras de nichos que recorren el cementerio. La tumba que visitaba era sencilla: una losa de mármol y una cruz, carecía de ostentosas esculturas o rejas encadenadas, sólo la blanca piedra y, sobre ella, el nombre y la fecha de nacimiento y muerte de una mujer. No había notas de despedida, ni hijos o nietos que la recordaran; a penas diecinueve años separaban su principio de su fin. Su visitante depositaba las margaritas junto a la cruz, retirando las de la semana anterior y, haciendo una señal de respeto a la tumba de al lado, se sentaba en su borde durante una hora. Hablaba como si estuviese en un café acompañado de alguien, a veces se reía y a veces el gesto se le torcía en una mueca de preocupación, siempre con los ojos cargados de emoción. Un ritual que llevaba repitiendo durante sesenta años domingo tras domingo, tan sólo uno de ellos al año se permitía una modificación: cambiar las margaritas por rosas rojas, las flores del amor y siempre era un domingo de mayo.
Llevo sesenta años siendo testigo invisible de este encuentro. He preguntado a mis vecinos más viejos y, entre las respuestas vagas extraídas de las precarias memorias que quedan en este retiro, he ido tejiendo la historia de dos amantes. Llegaron a este pequeño pueblo un mes de mayo, siendo recién casados, sin más familia que el uno para el otro. Ella de alta cuna y él un trabajador humilde. Se fugaron una noche de la ciudad, puesto que no podrían ser felices separados y no podrían estar juntos de otra manera. Un cura amigo los casó en la sacristía para que la bendición de Dios los acompañase. Él había conseguido trabajo como botones de la única sucursal bancaria del pueblo y llegaban cargados de ilusión, de amor joven y valiente, de amor sincero, desbordante, de sueños, de futuro. Pero la vida los rompió sólo un año después, llevándose a la esposa y, desde entonces, él vuelve cada domingo y comparte con su eterna compañera la que pudo ser su historia.
La vida en este cementerio casi siempre es aburrida; a veces presenciamos momentos tristes, otras extraños, conocemos secretos, mentiras… pero todo lo vivimos con esa desgana tan común en las almas perdidas. Para los que vagamos en pena no hay nada más que la observación perpetua. Sin embargo, cada domingo, el amante del sombrero detiene nuestras vacuas existencias para hacernos testigos del verdadero amor, un sentimiento tan intenso que hasta las almas errantes suspiramos por él.


El bar

(Certamen Día de Difuntos 2020)

Tomás condujo despacio a través de aquellas calles, solitarias y húmedas que le evocaban tantos recuerdos. Las caras de los compañeros que no volvió a ver se arremolinaban en su cabeza, vestigios de sus años de instrucción para convertirse en aviador. Tres décadas habían pasado desde entonces y ahora volvía para ser él el que enseñara a los jóvenes deseosos por labrarse un futuro en el ejército. ¿Cuánto habrían cambiado las cosas por allí? El pequeño pueblo cercano a la Base no se había librado de la despoblación, pero albergaba la esperanza de reencontrarse con algún conocido. A las afueras, antes de alcanzar la Base, divisó la antigua venta de Román donde los muchachos iban a alternar con las chicas del pueblo. Román era un joven que casi rozaba la edad para beber pero había heredado el negocio de su padre y con él mantenía a su madre y sus hermanos, timorato y amable a partes iguales. La nostalgia lo llevó a detener el coche frente al local. Estaba desierto, pero la luz que se filtraba por la puerta lo animó a entrar.  Todo estaba tal y como lo recordaba. La barra de aluminio, los taburetes de escay rojo, los carteles de bebidas antiguas. Y, tras la barra, un joven con la clásica camisa de camarero secaba vasos con parsimonia. Al acercarse, el parecido del muchacho con Román lo dejó atónito. Pidió un brandy y entabló conversación sin poder evitar referir, como hacen los mayores, su parecido con al antiguo dueño.

—¿Sois familia? —preguntó Tomás.

—Sí —respondió escueto y poniéndole otra copa lo animó a contarle historias de la Base. 
Tras un par de semanas de mucho trabajo, Tomás convenció a varios soldados para salir a tomar algo. Cuando aparcó frente al bar de Román le sorprendió lo deteriorado que estaba, ahora que lo veía a la luz del día era notable el paso del tiempo, quizás por eso ya no paraban camioneros a pernoctar. Se adelantó al grupo y comprobó que la puerta estaba cerrada, desde la cristalera se veía un interior sucio y abandonado. Sin comprender qué pasaba se volvió hacia los soldados que lo miraban sorprendidos desde el coche. 

—Señor, debe haberse confundido porque este local lleva cerrado años —se animó a decir uno de ellos. 

—Pero no es posible —respondió estupefacto —yo estuve aquí hace unos días, ¡hablé con el hijo del dueño!

El soldado miró a sus compañeros, buscando apoyo para replicar al comandante. 

—Señor, los vecinos del pueblo se lo podrán confirmar. El dueño murió hace veinte años. Era un chico muy joven que tuvo que quedarse con el negocio cuando el padre murió. Se dice que su novia lo abandonó para irse a la ciudad y que, devastado por el dolor, se suicidó en la trastienda. 

Tomás se quedó paralizado. Volvió al coche abochornado, murmurando disculpas a sus acompañantes. Pero antes de retomar la carretera levanto la vista y, por el retrovisor, vio cómo Román les decía adiós desde la cristalera.

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