El autobús de las ocho

  Mírala, es preciosa. No puedo evitar llevarme todo el trayecto pendiente de ella. Día tras día, siempre en este autobús desde hace un año. Me tiene loco, pero soy incapaz de decirle algo más que buenos días. Está claramente fuera de mi liga. Sólo hay que verla: deportista (porque a veces lleva una bolsa de pádel), estudia letras, seguro que no le gustan los videojuegos y tiene más amigos de los que yo pueda tener en toda mi vida.  Dejó al novio hace unas semanas, se lo contó a una amiga por teléfono, seguro que era un capullo. Creo que se ha enrollado con otro tío, pero no está saliendo con él. Aunque todo esto no vale para nada porque no tengo el coraje de presentarme. En el trayecto de media hora que hacemos cada día he imaginado todo tipo de situaciones que me llevaban a conocerla, en muchas de ellas acabábamos tomando café; en los días que estoy especialmente positivo, la veo acabando en mi cama, pero no he sido capaz de llevar a cabo ninguna de estas historias mentales. Sube en la siguiente parada a la mía y siempre se sienta frente a mí. En los buses de estas horas, que van llenos de trabajadores y estudiantes, todos tendemos a ser rutinarios y respetamos nuestros sitios de cada día como si fuesen una extensión del puesto que vamos a ocupar en nuestros destinos. Sólo tendría que preguntarle ¿qué tal? y ver si surge la conversación. O incluso hacerle algún comentario sobre los libros que a veces hojea. Muchas mañanas aprovecha para ponerse al día con alguna amiga por teléfono y es así como me voy enterando de partes de su vida. Parezco un maldito acosador.

        Ahí llega la cuarta parada. Nos quedan quince minutos hasta el campus. Hoy está escuchando música en el iPod. No he logrado averiguar qué oye, si le gustase el metal ya sería el culmen de la perfección, pero no la veo muy de ese estilo. Seguro que es más de Bisbal y esa mierda comercial, pero nadie es perfecto. Tiene la manía de morderse las uñas. Sé cuando está nerviosa porque no para de masacrarse los dedos. Cuando nos paramos entra la mujer del carrito de la compra. Otra habitual de la línea seis que circula por la ciudad.

        —Vaya día frío que tenemos hoy, ¿eh? —entra vociferando cada mañana. Qué actividad tiene esta mujer tan temprano.

        —¿Qué pasa guapa?, hazme un sitio a tu vera que me gusta ir en este lado.

        Cada mañana igual, molestando a la pobre que está ahí tan tranquila. Seguro que es prudente porque, a veces, le he visto poner cara de «qué tía más pesada» pero después siempre la saluda con una sonrisa.

        —¿Ya estás de exámenes muchacha?

        —No, que va. Dentro de un mes más o menos.

        —¡Ay! Es verdad, que mi nieta me dijo que eran para final de noviembre. Pobre lo que tiene que estudiar, menos mal que le gusta y saca buenas notas ¿sabes? Viene a mi casa a almorzar todos los días porque le cae más cerca que la suya, además mi hija y mi yerno están trabajando, así que figúrate tu qué iba a comer la pobre. Por eso salgo a comprar tan temprano, porque si una llega a media mañana no queda ni la carne ni el pescado que me gustan.

        Tras la abuela del carro ha entrado una embarazada, esta pasajera no es habitual, pero la línea seis llega al hospital así que los esporádicos suelen ser aquellos que van al médico, los delata casi siempre una carpeta con papeles de la seguridad social. Mira alrededor pero no hay sitios libres. Puf, me toca levantarme. Le cedo el sitio y me quedo de pie. Mi buena obra se ve recompensada con una sonrisa de «mi chica» que aguanta la charla de la señora sobre la carrera de su nieta y sus gustos culinarios. Aunque es muy temprano para tanta cháchara, tengo que reconocer que, gracias a la indiscreción de esta mujer, me he ido enterando a lo largo de estos meses de más cosas sobre ella. Sé que estudia filología y que está en segundo, por lo que tiene que tener más o menos mi edad. Pero yo estudio informática, en la otra punta del campus. Al ponerme de pie me he acercado más a ella y veo que lleva el bolso abierto, se lo habrá dejado así al sacar los cascos. De repente, se me ocurre una idea muy loca ¿y si le escribo una nota presentándome y dándole mi teléfono? Joder, esas cosas salen bien en las pelis. Además, todo lo que puede pasar es que me ignore; bueno también puede que piense que soy un friki o un pardillo o un loco y no vuelva a coger el bus, pero cualquier día tendrá otro horario de clase o se comprará un coche y ya no la veré más, así que tengo que hacer algo si quiero conocerla. Rebusco en mi mochila y, aprovechando la parada en el semáforo, anoto en un trozo de papel:

        «Hola, soy el chico que cada mañana va en el bus frente a ti. ¿Te gustaría tomar café un día en el campus? Mi teléfono: 638245512. Sin malos rollos.»

        Doblo el papel por la mitad y me asaltan las dudas. Estoy tan nervioso que me sudan las manos ¿Espero a que se levante para salir? ¿Y si cierra el bolso? ¿Y si me pilla y cree que le voy a robar? En ese momento un tonto con un ciclomotor se cruza delante del bus y obliga al conductor a dar un frenazo que nos hace balancearnos a todos bruscamente. Debido al susto se forma un pequeño caos entre los pasajeros que miran por la ventana para ver a quién está insultando el chófer con tantas ganas. El brusco parón hizo que tuviera que contorsionarme para mantener el equilibro y aproveché el momento para arrojar el papel a su bolso. La suerte estaba echada.

        Cuando voy a entrar en la primera clase suena mi móvil. Es un número desconocido. ¡Dios! ¿Será ella? Se me va a salir el corazón. Le digo a mi compañero de laboratorio que entre sin mí y tomo aire antes de contestar. Tengo que sonar confiado, seguro.

        —¿Sí?

        —Muchacho, muchas gracias guapo, pero es que yo ya estoy muy mayor para estas cosas ¿sabes? Tú no te vaya a sentir mal pero seguro que hay una chiquilla mona por ahí para ti. Si no, te presento un día a mi nieta que es pa comérsela.

        Sólo atino a decir «vale, adiós» antes de colgar. Joder, al final el que va a tener que desaparecer de la línea seis voy a ser yo.

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