Ahí se encontraba, entre bambalinas, a punto de salir frente a cuatro pares de ojos que la juzgarían; su sí o su no serían para ella algo más que simples palabras, porque de esa respuesta dependería no sólo su futuro, sino el saber si el portazo que dio hace seis meses había valido la pena. Pero para conocer qué había llevado a Antonia hasta ese momento crucial de su vida, tenemos que echar la vista a atrás.
Hace poco más de medio año Antonia estaba sumida en la que era su rutina diaria desde hacía treinta. A sus veinte primaveras empezó a trabajar en Tráfico, algo que fue muy celebrado en su familia, pues la niña había acabado el curso de secretariado y sus buenas notas la habían llevado hasta el puesto de ayudante de secretaria en la jefatura de Madrid.
-¡La niña se ha colocado! -le gritaba su madre a las vecinas por el patio de luces. -Y bien colocá, porque va a trabajar en tráfico y eso es pa’ toa la vida -les aclaraba con un poquito de sorna.
Antonia sonreía cuando veía así de feliz a su madre, Ana, porque la mujer, Dios la tenga en su gloria, había nacido en el vecindario equivocado y con las pesetas equivocadas. Su señora madre iba para rica, pero nació en Lavapiés un barrio en el que eran pocos los que llegaban a fin de mes y menos los que iban de vacaciones. Sin embargo, la madre de Antonia tenía aires de grandeza y dejaba caer a sus vecinas siempre que podía que ella estaba hecha para mucho más que esa vida, cuando coincidían tendiendo en el patio del edificio. La señora Ana, a la que sus vecinas apodaron «la marquesita» a escondidas, había quedado huérfana de padre a temprana edad y por eso se había visto obligada a servir desde muy joven en casas de familias acomodadas, pero de no haber tenido tan trágica infancia, «habría sido una señorita de bien y habría tenido hasta puesta de largo y todo, como las grandes damas» recalcaba Ana a todo el que podía en el mercado del barrio.
Sin embargo, su brillante destino se vio reducido a la tragedia. A los dieciocho años Ana se enamoró del hijo de los señores a los que servía como interna y le regaló a él toda su gracia, una ofrenda de la que nació Antonia y por la que tuvo que abandonar la casa en la que trabajaba con una niña recién nacida en brazos, una vieja maleta de cartón y una mano delante y otra detrás. Los señores decidieron dejarla en la casa hasta que diera a luz, dejando muy claro que estaban ejerciendo caridad cristiana al acoger a la pobre y descarriada muchacha que trabajaba en su casa y que había caído en tentación con algún pobre maleante. Cuando Antonia llegó a este mundo dejó claro su procedencia con un parecido tal a su padre que los señores temieron que la verdad se descubriera. La caridad perdió fuerza frente al miedo al escarnio social y la criada descarriada fue puesta en la calle. Pero Ana siempre fue una mujer decidida, su resolución y la certeza de que su destino no era la pobreza la ayudaron a trabajar duramente y a criar sola a Antonia en aquellos años en los que la sociedad despreciaba a las mujeres en su situación, para darle a su hija la formación necesaria que la librara de ser sirvienta y del bloque de viviendas de la posguerra en el que ambas habían crecido.
Por eso, treinta años atrás, Antonia complacía a su madre presumiendo de empleo y guardaba en un rinconcito de su corazón su verdadero sueño: Antonia quería ser artista. En su joven e ilusa mente había trazado un plan para no abandonar su auténtica vocación. Ella trabajaría como la mejor ayudante posible para ascender hasta llegar a ser secretaria, así ahorraría mucho dinero para buscarse un pisito para ella en el barrio de Atocha, fuera de Lavapiés, pero cerquita de su madre. Así, la señora Ana estaría contenta de sus logros y una vez tuviese a su madre gorda de orgullo y presumiendo de hija en el mercado de abastos, ella iría a clases de canto por las tardes y haría todas las pruebas y audiciones posibles. También tomaría clases de interpretación, porque las grandes artistas cantaban pero también hacían películas y ella iba a ser de las grandes. Con esa esperanza se levantaba cada día Antonia e iba paseando hasta la jefatura para ahorrar todo lo que le fuera posible. En cinco años, logró el primer paso de ese ese sueño: ascendió a secretaria del subdirector y un mes después firmó la compraventa de su piso en la Calle Rafael de Riego. Ni un solo puesto del mercado de San Fernando se quedó sin saber que la niña se independizaba y había comprado ella sola su pequeño apartamento de soltera.
-Eso será hasta que se case, claro está, porque mi Antoñita se va a casar con un buen muchacho que va a ponerla a vivir donde ella se merece. Después no va a tener ni que trabajar. Ella sabe que una mujer de bien debe cuidar de su casa y de su familia -sentenciaba la señora Ana cuando presumía de hija.
Era entonces cuando Antonia sufría y veía más y más lejos su proyecto de futuro. Si bien tenía presente su sueño y así se lo recordaba cada mañana el póster de Concha Velasco que escondía en su habitación, el agradecimiento y el respeto a su madre le hacía que, cada noche al acostarse, retrasara para más adelante el salto a la fama que tenía tan meticulosamente planeado. Cuando cumplió veintisiete años llegó a su vida Juan y, con él, Antonia tuvo que darle otro empujón al calendario de sus sueños porque el amor así lo quiso y la boda de penalti también. Primero trajo al mundo a su pequeño Juanito, y dos años más tarde llegó la preciosa María y, con ella, su secreta ambición quedó en el fondo de un baúl junto al póster de la Velasco y decenas de recortes de estrenos de obras de teatro, direcciones de escuelas de canto, cientos de vidas que deberían haber sido la suya. Ni siquiera su adorado esposo llegó a saber nunca su plan y se fue quedando en el olvido hasta tal punto que, a veces, sentía que tenía algo por hacer pero no lograba recordar qué era.
El día que cumplió treinta años como personal laboral de tráfico, sus compañeros le llevaron una tarta y su jefe, un nuevo director más joven que ella, dijo unas hermosas e impersonales palabras de su profesionalidad como secretaria. Cuando en la copa de celebración una de las chicas más jóvenes cuchicheó «debe ser tan aburrida como su trabajo, qué pocas veces sonríe», algo estalló dentro de Antonia. Se dio cuenta de que sus hijos vivían fuera, de que su querido esposo hacía ocho años que se había ido a por tabaco y había dejado una nota diciendo que tenía sueños que cumplir y que, por el camino, ella había perdido sus planes y hasta la sonrisa. Ella, que podría haber dejado encandilado a todo un teatro, se había convertido en un número más de una nómina de cientos y nadie la recordaría cuando dejase de estar en ella. A la mañana siguiente dio un portazo en recursos humanos, dejando su dimisión en la mesa del despacho. Llegó a su casa, se puso una copita de vino blanco y encendió el ordenador. Sin pararse a pensar más de la cuenta, escribió en Google «próximo casting de Tu sí que vales».
-Córdoba, en dos semanas -se dijo así misma. Se inscribió sin dejar tiempo a que el miedo la frenase y cuando a los pocos minutos recibió el e-mail que le indicaba su número de participante y el lugar de la audición, un escalofrío le recorrió la espalda. «Es mi momento, lo es» repetía como un mantra. Se fue hasta el baúl que guardaba en el fondo del armario, antes de abrirlo tomó aire, como aquel que va a saltar en paracaídas, siendo consciente de que estaba dando pasos sin retorno hasta el borde del precipicio. Sacó el viejo póster de Conchita Velasco y lo pegó en el centro del salón. La miró a los ojos y frente a ella practicó su canción preferida una y otra vez durante las dos semanas siguientes.
Y tras dos semanas de ensayos en la soledad de su casa, en las que había reído como una niña, o se había enfadado con ella misma para hacerlo mejor, en las que había dejado libres todas sus ganas, sus recuerdos, sus miedos y alegrías, allí se encontraba Antonia, entre las pesadas cortinas de color rojo polvoriento del teatro, notando el pulso a mil revoluciones. Mientras escuchaba la audición de la chica que la precedía, los nervios se convirtieron en una vocecita en la cabeza que le susurraba que tenía cincuenta años, que su cuerpo usaba la talla cuarenta y ocho, y que bajo su tinte castaño ocultaba muchas canas… Sin embargo, justo cuando dijeron el número que portaba en el dorsal, otra voz se hizo paso en su mente, acallando con autoridad cualquier otra que quisiese decir algo:
«Vamos Antoñita mía, si tú has nacido para ser importante, para triunfar. Esa es mi niña» Y así, de la mano de su madre, Antonia comenzó a cantar.
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