Aquí estoy con la rodilla derecha en el suelo, mirando sus ojos sorprendidos, entre mis manos sostengo una cajita de terciopelo azul, noto la mirada de cientos de personas puesta en nosotros y yo rezo mentalmente para que su respuesta sea: no.
Os preguntaréis cómo he llegado a esta situación y a modo de resumen podría deciros que una cosa llevó a la otra. Pero para los que queráis saber un poco más sobre porqué me hallo en esta encrucijada, os tengo que relatar un poco el sinsentido que es mi vida.
Mi nombre es Antonio de Andazola, tengo veinticinco años y pertenezco a una de esas familias andaluzas que lucen en sus salones escudo de armas y asisten a presentaciones en sociedad y mercadillos benéficos. Mi casa, la de Andazola, logró allá por el dieciocho hacer fortuna en las américas y esta fortuna se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX cuando mi bisabuelo invirtió en la industria textil y acertó de lleno. Gracias a él podemos mantener el abolengo y mi madre puede disfrutar de coche de caballos en la feria y palco en los toros, amén de su pasión por el arte contemporáneo que, comprenderlo no lo comprende, pero lo compra cual baronesa madrileña.
Los matrimonios por amor son bien recibidos en mi familia desde tiempo inmemorial, siempre que el amor llegue de la mano de un apellido de la misma alcurnia o, en su defecto, las suficientes posesiones como para que un Pérez adquiera un guion que lo convierta en los tan apreciados apellidos compuestos. Así, mi madre recibió en la pila bautismal el nombre de Robledo García, pero gracias a la fortuna de mi abuelo se unió por amor a la casa Andazola. Por eso yo soy Antonio Andazola (guion) García a lo que mi madre añade siempre, de los García de la industria del metal.
Siempre he sido un niño tímido y callado que prefería los libros a los balones en el recreo, una pasión que me daba sinsabores en forma de collejas en el colegio y, ya en el instituto, me relegó a la tercera división de la escala social. Sólo las grandes fiestas de verano en el jardín de casa y los cumpleaños con música en directo me salvaron de las palizas destinadas a los pardillos. Mi primer amor fue mi profesora de literatura de primero de BUP, la señorita Clara. Ella me abrió las puertas al mundo del teatro y también del onanismo, dicho sea de paso, ya que en mi estatus social las novias brillaban por su ausencia. Un día supe que dirigía un grupo de teatro de aficionados y allí me planté una tarde para hacer una audición. La suerte quiso que uno de los actores tuviera que partir de viaje a pocos días de la representación, así que la asignación del papel fue inmediata y yo me sentí un poco héroe al poder salvar la obra de mi adorada profesora. Hice de animal del bosque en el cuento de Caperucita Roja, pero fue suficiente para que me picase el gusanillo del teatro y en una especie de revelación divina encontré mi vocación: quería ser actor. Tuve la osadía de decirlo en casa durante una cena familiar y casi pierdo el guion entre apellidos del guantazo que me propinó mi madre. Mi padre sólo me miró con desprecio. «Un maleante en mi casa, jamás». Fue lo único que oímos esa noche salir de su boca. Mi madre, cuya locuacidad superaba con creces a la de mi padre, continuó su retahíla incansable hasta que le dije que era una tontería y que, en realidad, iba a licenciarme en económicas como Dios manda. Entonces empecé mi doble vida.
Os ahorraré datos innecesarios diciéndoos que me licencié cum laude porque siempre he sido buen estudiante y que también continué haciendo teatro. De mi primer grupo amateur pasé al grupo de la Universidad. Me abrió los ojos a un mundo que nunca había conocido: el de la gente corriente y me dio la posibilidad de ser uno más. Hasta amantes tuve; el paso de la adolescencia me había sentado bien y también ayudó a la causa que mis compañeras pensaran que era un rebelde que había plantado cara a mi aristócrata familia. Pero mi doble vida se complicó hace un año. Tras acabar el máster de dirección de empresa, mi padre me colocó en la compañía de D. Alonso Álvarez-Cueva (con guion) y con la firma del contrato aceptaba mis catorce pagas y una novia, Luisa, la hija de D. Alonso.
Y así, una cosa llevó a la otra. Tengo una novia muy guapa que siempre va como un pincel. Con la que voy a la ópera y a veranear a Marbella. Es buena chica pero no tenemos nada en común, excepto un destino de por vida, nuestra futura descendencia y que ninguno es feliz. Un día le conté lo de mi afición al teatro y le pedí que guardase el secreto. Ella se quedó estupefacta y, después de un momento, sonrió como nunca la había visto sonreír y la sonrisa derivó en carcajada. La primera que salía de su cuerpo estando conmigo. Cuando se recuperó me confesó que ella también tenía una vocación oculta. En vez de trabajar en la fundación benéfica de la familia como relaciones públicas, quería ejercer de enfermera en aquellos países a los que su fundación ayudaba. Quizás esa noche sentimos más pasión hablando que la que nunca experimentamos entre las sábanas.
Es tradición en mi familia que al llevar un año de noviazgo se produzca el compromiso y mi madre, que últimamente está falta de sociedad, se ha pasado de la raya con la fiesta. Toda la flor y nata está reunida en nuestro jardín y tras el postre me he visto obligado a adoptar la posición que os contaba el principio. Luisa está preciosa, pero la noto más nerviosa que yo. No ha hablado en toda la cena, se ha limitado a responder con educación a lo que le preguntaban. Y ahora le toca responder a mi pregunta. Entonces alto y claro se escucha «¡NO!» Miro sus labios, pero están sellados, no ha emitido palabra alguna. El murmullo empieza a crecer entre los invitados. Entonces el «no» vuelve a escucharse y de entre la multitud sale la hermana pequeña de Luisa que, en su rebeldía adolescente, ha decidido hacerse gótica punk.
—¡Luisa no te cases! aún estás a tiempo de hacer lo que quieras.
Sorprendido y aliviado me pongo en pie y tomo las manos de Luisa, ambos nos miramos con cariño a los ojos.
—¿Qué hacemos? —le pregunto lo más bajito que puedo. Después de pensarlo un momento me contesta:
—Yo voy a viajar por el mundo. Y tú ¿vas a seguir con este papel?
Entonces miro a mi alrededor y me siento como en el teatro, observado por la multitud, sintiendo la energía del público, noto el cosquilleo que me cruza el cuerpo al pisar las tablas de un escenario. Y sin más me inclino y saludando con una inclinación a los presentes les digo: —Señores, señoras, esta función ha acabado.
7 Comments
Ains me ha encantado especialmente este relato porque lo he vivido como si yo estuviera en cada momento, le he puesto cara a cada uno de los personajes y he vivido un ratito precioso. Gracias infinitas por hacerme vivir otros mundos e historias.
¡Gracias a ti por leerme!
Me encanta!
¡Gracias!
Como siempre maravilloso. Cada día me gusta más leerte.
¡Muchas gracias!
Me ha gustado, Irene. Nunca es tarde para rebelarse… Y viene muy bien un empujoncito. Gracias.
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