Kimana volvió a ajustarse la larga falda con la que ahora tenía que vestirse y los puños de la camisa. No soportaba el roce del tejido sobre la piel, la estrechez en la cintura o el apretado corsé. Sin embargo, sabía que era uno de los muchos costes que tendría que pagar por la elección que había hecho. Se miró al pequeño espejo y repitió su nuevo nombre: Sara. Lo hacía cada mañana para pronunciarlo mejor pero también para sentirse identificada con él. Por la noche, en la cama, pensaba en su nombre de cuna, para que nunca se le olvidara su sonido.
Salió a la pequeña sala de estar dispuesta a enfrentarse a un nuevo día de su nueva vida. Sonrió para que su esposo, Jhon, no se marchara recordándola triste y lo abrazó con fuerza. Era la primera vez que estaría tanto tiempo sin él desde que se casaron, la primera vez que tendría que vivir rodeada de aquellos extraños hostiles que no la querían cerca, sin tener el consuelo de volver a casa y refugiarse en sus brazos.
—Tranquila, mi mariposa, en pocos días estaré de vuelta y traeré tanto oro que cambiaremos esta casucha de madera por un palacio.
—Solo necesito que vuelvas pronto —dijo Kimana despacio, aún le costaba formar frases completas con soltura.
—Acuérdate de ir a casa del reverendo a llevarle el pago del mes.
Kimana asintió con pesar. La mujer del reverendo no le gustaba. La miraba como si fuera un insecto repugnante que pudiera pisar. Corregía sus frases con desprecio o fingía no entenderla para que repitiese las palabras que tanto le costaba pronunciar una y otra vez.
—Vamos, querida, poco a poco te irán aceptando —la animó Jhon acariciando su mejilla— sabíamos que iba a ser difícil que aceptaran nuestra relación y yo no podía quedarme en tu poblado, me hubieran matado, o tu gente o la mía, pero habría acabado bajo tierra. ¿Te arrepientes, mi tesoro? Porque yo volvería a encontrarme en esa cueva contigo, volvería a huir agarrado a tu mano y volvería a enfrentarme a los rostros pálidos por vivir contigo— dijo Jhon bromeando con la forma en que los nativos se referían a los nuevos moradores de aquellas tierras. Después la besó con dulzura y se marchó con el resto de hombres, casi todos los del pueblo, para abrir una nueva vía de acceso a la mina de oro.
—Pasa —le dijo la señora Collins a modo de saludo. Kimana entró temerosa hasta la sala de estar de la casa del Reverendo. Ellos eran los dueños de su casa y tenían que pagarle dos monedas cada treinta días para vivir allí. Aún le costaba comprender muchas cosas de su nuevo hogar. Echaba de menos la sencillez de su tribu. Había jerarquía, sí, pero todos eran familia. Y, sin embargo, decidió dejar todo aquello cuando se encontró con la mirada amable y clara de Jhon, con sus gestos de amor y sus caricias. Ni el amor a su familia, ni a la tierra, pudieron romper el lazo que los unía.
Kimana extendió su mano para dar las dos monedas a la señora Collins que, sin mirarla a la cara, las guardó en su delantal. Esperó unos segundos sin saber qué decir, pero la mujer siguió tejiendo como si no hubiera más nadie en la sala, así que se despidió con un susurro y se marchó. Quería gritar de rabia por sentirse tan inferior en presencia de su vecina, sabía que jamás la aceptarían y pasaría su vida como un fantasma entre los vivos, como una brisa que apenas se percibe. En lugar de volver a casa, anduvo hacia las afueras del pueblo. La parte baja del río le recordaba a su hogar y la calmaba. Cuando Kimana se acercó, una sonrisa le iluminó el rostro de tez morena, junto a la orilla estaba la señora Margot recogiendo flores para sus ungüentos, ella sí le caía bien. Le hablaba con sinceridad y desparpajo sobre muchas cosas que, a veces, le costaba entender. Y cuando presenciaba alguna muestra de rechazo en el comportamiento de sus vecinos, Margot les lanzaba una mirada asesina o les decía algo que los incomodaba. Era su única amiga. Vivía sola, porque su marido murió en la mina y había aprendido a defenderse de todos aquellos que la trataban como una viuda desquiciada.
—Hola Kimana ¿Cómo llevas la soledad? —le preguntó con una sonrisa y remangando su vestido para usar el vuelo como cesta para las flores. Era la única del pueblo que sabía su verdadero nombre porque era la única que se lo había preguntado.
Kimana se encogió de hombros y bajó los ojos.
—Anímate mujer, en pocos días estará de vuelta. Mientras, no te quedes todo el día sola, en mi casa siempre eres bienvenida. Tengo que irme ya a preparar una solución para el dolor de espalda del viejo Peter pero te espero mañana, ¿de acuerdo?
Kimana asintió feliz la invitación.
—Por cierto, ten mucho cuidado y duerme con la escopeta cerca estos días. Hay hombres terribles que asaltan los pueblos cuando saben que los maridos se van a trabajar —le dijo a modo de despedida.
Aquella noche, cuando Kimana iba a apagar la vela de su habitación recordó el aviso de Margot y puso bajo la cama una de las escopetas de Jhon.
Un grito agónico la despertó. Buscó a tientas la palmatoria y la encendió. Aguardó unos segundos, quizá lo había soñado, pero entonces volvió a oír un lamento que provenía de la casa de la Señora Collins. Corrió hasta la parte trasera de la vivienda y desde allí saltó hasta la de su vecina, enredándose con el camisón. Agachada se asomó a la ventana y vio a dos hombres en la sala. El reverendo yacía inconsciente junto a la chimenea y su esposa forcejeaba con uno de los hombres que, tumbado sobre ella, le levantaba la ropa. Mientras, el otro hombre metía en una alforja todo lo que le parecía valioso.
Kimana volvió sobre sus pasos y sacó el arma de debajo de la cama. No tenía buena puntería pero tendría que intentarlo. Algo horrible iba a pasarle a la señora Collins, lo había visto en algunas mujeres de su tribu cuando caían en manos de blancos malvados, nunca volvían a ser las mismas y la tristeza acababa con sus vidas.
Entonces recordó la daga que trajo junto a sus pocas pertenencias, sí era diestra con ella, su padre la había enseñado a cazar y a matar para defenderse. La sacó del último cajón y con ella se cortó el bajo del camisón, así podría moverse con soltura. Cruzó el patio y se coló en la casa del reverendo. Sin hacer ruido, se escondió tras la puerta de la cocina. Cerró los ojos y, encomendándose a los espíritus de la guerra, tiró una de las cacerolas al suelo. Esperó. A los pocos segundos, el hombre de la alforja entró alertado por el ruido y cuando lo tuvo a dos pasos, Kimana cruzó el cuello del ladrón con su cuchillo y agarró con fuerza el cuerpo para que no hiciera ningún sonido al caer. Los gritos de la señora Collins se habían convertido en un llanto apagado de dolor. Abrió con cuidado la puerta de la sala y buscó a la mujer del reverendo. Se acercó sigilosa, agazapada como el puma cuando va a saltar sobre su presa. Los ojos de la señora Collins se abrieron de par en par cuando sobre la espalda de su atacante emergió la figura de Kimana, con el camisón rasgado y manchado de sangre, su melena azabache suelta y alborotada y su piel oscura iluminada por las llamas de la chimenea. La india se llevó un dedo a los labios y, como si fuese una diosa dictando sentencia, clavó el cuchillo en el centro de la espalda del animal. Este se irguió sobre las rodillas con una mueca de dolor en la cara, se giró buscando a su atacante y entonces Kimana pasó de nuevo la hoja de metal por el cuello del hombre que cayó sin vida junto a la mujer del reverendo.
Kimana le tendió la mano a la señora Collins y esta la miró a los ojos de una forma diferente, como los jóvenes de la tribu miraban al gran jefe, como ella miraba a su abuela cuando narraba las historias de los antepasados, como el reverendo miraba la cruz que presidía su Iglesia, como Margot miraba al cielo cuando recordaba a su esposo. Collins tomó la mano de Kimana y una vez de pie se abrazó a ella llorando.
—Todo pasó— dijo la joven para consolarla.
—Todo pasó— respondió la señora Collins mirándola por primera vez con una sonrisa.
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Otro más para seguir haciendo colección. Muy bien construido.
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