No la soporto, no, mejor dicho, la odio, y tengo que escucharla cada quince días, no me queda más remedio. A veces tengo suerte y alarga el tiempo entre una visita y otra. Viene y se detiene ahí, a contarme su vida, como si me interesara lo que tiene que contarme esta mujer. Hago como que la escucho, pero en realidad estoy pendiente de lo que ocurre a escasos dos metros. Mi vecino tiene más suerte que yo. Su visita es tremendamente atractiva y callada. Solo llega, dice unas frases, sonríe —con una sonrisa preciosa— se despide con un gesto de la mano y se va. No me importaría verla a ella cada quince días o cada semana o cada día. Pero la vida no es justa, eso lo he aprendido de sobra. Y tengo que conformarme con ver a mi charlatana esposa. Si al menos me contase cosas interesantes. ¿Qué me importará a mí que la vecina esté haciendo una obra ilegal en el patio? ¿Qué le importará a nadie, excepto al técnico municipal de urbanismo? Pero a mi esposa se le va la vida siguiendo el avance de la obra, desde el primer movimiento de tierra hasta los cantos rodados blancos que van a poner junto a la piscina, también ilegal. Ni que fuesen a multar a mi mujer. ¡Ojalá!
Tampoco me importa en absoluto que la hija de su compañera de trabajo vaya a casarse por todo lo alto, aunque suponga el endeudamiento de sus padres, ni me interesa saber que van a soltar mariposas traídas de África como colofón a la ceremonia, que no va a ser religiosa porque él es divorciado. Y me la trae al pairo saber de primera mano que tan magna celebración es una cortina de humo para ocultar la dudosa reputación del novio y la sospechosa curva en la barriga de la novia. Pero lo sé porque esta mujer no para de contar tales banalidades cada quince días.
Mi mirada se escapa hacia la visita del vecino otra vez. Es preciosa ¿os lo he dicho? Pero hoy viene muy demacrada, con los ojos llorosos. Se ha secado las lágrimas antes de acercarse, como si pudiese ocultar que está triste. Me encantaría saber por qué. Espero que halle consuelo tras su visita, a pesar de que no sea yo el que se lo proporcione. Hoy está más callada aún que de costumbre. Me evado del parloteo de Jacinta para intentar saber qué le preocupa. Ha suspirado tres veces, como si con el aire purgase sus penas. Me ha parecido oír una despedida, pero no como la habitual. Ha sonado a una despedida definitiva. Ahora ya no puede contener las lágrimas. ¿Ha dicho que va a casarse? ¡Maldita sea! Se muda a la ciudad de su futuro marido, que sin duda es un cabrón con suerte. Ojalá la haga feliz. Si yo estoy destrozado, no puedo imaginar cómo estará mi vecino. Hoy me queda una noche de lamentos, seguro, pero no voy a reprocharle nada. Tiene derecho a sus días de duelo. Y supongo que ella también tiene derecho a rehacer su vida. Y hablando de duelo, ¿cuándo acabará el de mi querida esposa? Jamás lo hablamos, pero llevo ya un año muerto, creo que podría dejar de venir domingo sí y domingo no. Nadie la miraría mal si espaciara sus visitas un poco, una al mes estaría bien. Y, después, podría convertirse en una al año. Tampoco hablamos nunca de cuánto tiempo llevaríamos luto si el otro la palmaba, son cosas que no se hablan, la verdad, pero yo ya estoy harto de verla como un cuervo. Da más miedo que la parca, y lo digo con conocimiento de causa. Supongo que necesita seguir haciendo todo este teatro de viuda afligida, más vale prevenir que curar cuando has matado a tu esposo de un golpe en la cabeza.
2 Comments
Maravilloso, con un final inesperado.
Gracias!
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