¿Me dejas entrar?

Me desperté temprano sin saber muy bien dónde estaba. Tras varios parpadeos desacompasados enfoqué el techo de madera y recordé que la noche anterior, nada más salir de la oficina, había tomado la decisión de venirme a la cabaña que mis padres tenían en la sierra. Había sido una semana infernal en el trabajo y, como para completar el vaso, el que había sido mi novio el último año me había soltado aquella consabida fórmula de «necesito un tiempo». Al parecer, le agobiaba la posibilidad de una relación seria y quería encontrarse a él mismo. El estrés del trabajo ni siquiera me permitió un rato de soledad para lamer mis heridas de mujer desengañada así que ese viernes, con el informe entregado y la agenda del fin de semana vacía, me subí al coche y conduje durante tres horas para llegar hasta aquel refugio solitario y calmo que mis padres habían comprado cuando mi hermana y yo éramos unas crías. Sólo hice una llamada a mi madre para que avisara a la pareja que cuidaba la casa de mi repentina escapada y, tras la conversación, apagué el móvil. No me apetecía hablar con nadie y, con la premura de la partida no había cogido el cargador, por lo que prefería mantener la batería para alguna emergencia.  Aunque sabía que María y Pedro, la pareja de guardeses, habrían dejado algunas cosas para comer decidí parar antes de llegar a mi destino en un supermercado para comprar una botella de vino y algo de cena, necesitaba darme un capricho culinario. El matrimonio vivía en el pueblo más cercano a la casa, a unos diez kilómetros por carretera y se encargaba de limpiarla y de abastecerla cuando decidíamos venir, pero no me pareció oportuno pedirles nada en concreto, ni dar explicaciones a mi madre que, por la conversación que tuvimos, había creído que la escapada incluía a Rodrigo. No le quité esa idea porque ni siquiera yo misma me creía lo que había pasado.

Tras prepararme el desayuno decidí dar un paseo por los alrededores de la casa. El magnífico pinsapar que la rodeaba me ayudaría a despejar la mente. A pesar de que había amanecido una mañana de abril soleada, en la sierra el tiempo solía ser muy cambiante así que cogí, por si acaso, una sudadera. Había recorrido esos senderos desde pequeña por lo que me puse en marcha por uno de los que más me gustaba y mejor conocía para poder vagar con tranquilidad, sin temor a perderme.

Al cabo de una hora me encontraba sumida en mis pensamientos, planteándome desde mi fallida relación hasta un cambio de trabajo, cuando algo me sobresaltó. Estaba habituada a escuchar los sonidos del monte, pero me pareció oír algo similar al clic de una cámara, un ruido fuera de lugar que me sacó de la ensoñación. Esperé durante un rato y volví a oírlo, sin embargo, no podía ver a nadie en las inmediaciones. Una corriente helada me cruzó el cuerpo y la zozobra me hizo presa, alejándome de mi estado de relajación así que decidí que era hora de volver a casa. Durante todo el trayecto no dejé de sentirme observada, fui mirando a todos lados a cada momento y no logré aminorar el latido nervioso del corazón hasta que pude ver entre algunos de los altos árboles la silueta de mi cabaña. Fue en ese momento cuando me dije a mi misma que me había asustado demasiado, ya que lo más probable era que se tratase de turistas haciendo senderismo por la zona. Al llegar a casa encendí el móvil, aún me sentía inquieta, necesitaba la luz azul de aquella pantalla para olvidarme del pánico inexplicable que acababa de sentir. Recibí varios mensajes: mi mejor amiga preguntando qué plan de fin de semana tenía, mi madre pidiendo que la llamara al volver y otro de un número desconocido. Abrí ese último mensaje. En la pantalla surgió la foto de una chica sentada en el claro de un bosque, era una foto idílica y a la vez aterradora puesto que la chica recostada en el tronco de árbol era yo misma. Bajo la imagen una escueta pregunta: «¿me dejas entrar?»

Se me atoró la respiración y movida por un impulso de supervivencia animal salí corriendo hasta la puerta para asegurarme de que estaba bien cerrada. Hice lo mismo con todas las ventanas. Apenas era capaz de ver más allá de lo que enfocaban mis ojos, la periferia se volvía borrosa por la falta de oxígeno en los pulmones. Procurando tranquilizarme, me senté en el borde del viejo sofá estampado y sostuve la cabeza entre las manos. «¿Qué hago?» Era el único pensamiento que lograba articular. Al mismo tiempo que acompasaba la respiración, pude trazar un plan de escape: correr hasta el coche que había dejado aparcado junto a la entrada e irme de aquella casa sin mirar atrás. Para calmarme, intentaba autoconvencerme de que lo más seguro era que se tratase de algún vecino bromista del pueblo que quería verme correr por el bosque. Aun así, mi único deseo era salir de allí. Mientras me cambiaba de ropa, recorrí mentalmente una y otra vez el camino hasta el coche. Lo abriría desde el pórtico de entrada y saldría corriendo como alma que lleva el diablo. De repente, un pensamiento me paralizó: «las llaves». Corrí hasta el bolso que tenía en la barra de la cocina y busqué con desesperación. Nada. Lo volqué sobre el suelo de madera de la sala y seguí rebuscando de rodillas entre la multitud de cosas que tenía guardadas, pero las llaves que había puesto allí la noche anterior no estaban. En ese momento, el sonido de alerta de un nuevo mensaje me heló la sangre y, con manos temblorosas, pulsé la tecla verde para descubrir una nueva foto: las llaves de mi coche junto al mismo mensaje que la vez anterior «¿me dejas entrar?»

La respiración se me volvió tan irregular que apenas eran hipidos. No oía nada del exterior, solo el tronar de mi corazón y el sonido del aire intentando llegar hasta los pulmones. Busqué a tientas el sofá y me coloqué en la postura que según recordaba era la adecuada para calmar la ansiedad. Eso no era obra de un vecino bromista, pero me sentía incapaz de reconocer que alguien tenía la clara intención de hacerme daño. Entonces mi móvil comenzó a sonar, se trataba del mismo aviso de mensaje entrante que se repetía una y otra vez. Los abrí pulsando la tecla con furia, llorando de pánico e impotencia para leer en cada uno las mismas dos palabras: «Déjame entrar, déjame entrar, déjame entrar», y un último mensaje que decía: «al final entraré».

Dejé caer el teléfono en la mesa de café y el ruido estridente del aparato chocando con el cristal me hizo reaccionar. Mi primer impulso fue llamar a la policía, pero sabía que el pueblo más próximo carecía de comisaría propia y dependía de la central, ubicada a casi treinta y cinco minutos en coche. Una eternidad. El silencio me estaba aplastando sin piedad, necesitaba hablar con alguien que viniese a buscarme, fue entonces cuando se me ocurrió llamar a María y Pedro, seguro que vendrían a socorrerme, además el marido tenía la presencia de un hombre de montaña, de robustos brazos y piernas curtidas por el trabajo de pastor, podría asustar al indeseable que me estaba haciendo aquello. La voz de María al otro lado de la línea fue un bálsamo para mi ánimo. En quince minutos estarían en la cabaña, me dijo una y otra vez para que me calmase, prohibiéndome abrir la puerta a nadie que no fuesen ellos. Me pasé el siguiente cuarto de hora mirando fijamente el reloj de péndulo del salón, viendo cómo la aguja grande avanzaba paulatinamente sobre la esfera blanca. El tic tac del segundero me sirvió para recuperar el ritmo normal de la respiración, pero mis músculos seguían en absoluta tensión. Continuaba sentada con la espalda recta en el filo del viejo sofá agarrando el móvil con tanta fuerza que me sudaban las manos. El aporreo en la puerta me sacó de aquel estado semi catatónico. Subí de dos en dos las escaleras de la cabaña hasta el piso de arriba para mirar el porche desde la ventana del dormitorio principal. Sólo en ese momento un verdadero alivio recorrió mi cuerpo. Pedro se encontraba frente a la puerta, con las manos en sus desgastados vaqueros negros. A pocos metros de distancia, desde su vieja furgoneta, María me saludaba con la mano. Sentí tanta alegría que grité «ya voy» a pleno pulmón. La sonrisa no me cabía en la cara cuando abrí la puerta. Me sentía tan dichosa que lo abracé como si se tratase de un amigo al que estás esperando en el aeropuerto. Sin embargo, noté que ese abrazó no había sido de su agrado pues, desde el primer contacto, su cuerpo se tensó con incomodidad. Busqué sus ojos para disculparme por mi afectuoso recibimiento y encontré en el rostro de Pedro la sonrisa de alguien que escondía un secreto, una mueca de superioridad que me erizó cada vello del cuerpo y me hizo temblar. Pudo ver el pavor en mis ojos antes de abalanzarse sobre mí, para rodearme desde atrás y taparme la boca con fuerza. El ruido de su agitada respiración ensordecía la mía, ni siquiera hice el intento de zafarme de su abrazo, estaba paralizada. Sentí que el pánico se apoderaba totalmente de mí cuando dejé de ver con claridad y sólo oía un pitido continuo y agudo. Lo último que sentí fue un susurro caliente en mi cuello: «te dije que me dejaras entrar».

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