NOTA: este relato es especial para mí porque surge de un reto. En el taller de narrativa hace un par de años mi profesora María me dijo que mis personajes femeninos eran predecibles, rozando la candidez. Su crítica me sirvió para analizar el porqué y, sin extenderme en contar los motivos que encontré para que fuesen así, decidí contar la historia de María, una mujer diferente.
Los débiles rayos del amanecer se colaban por la ventana de la cocina en la que María tomaba su primer café. Sentada a la mesa de formica blanca daba pequeños sorbos con la mirada fija en la pared de azulejos estampados. Le quedaba media hora para comenzar la rutina diaria con el despertar de sus hijos. Con cuidado ordenó las notas que reposaban junto al radiocasete con el que había estado la noche anterior aprendiendo algunas nociones de geografía. Se había apuntado a unas clases para obtener el graduado escolar y las podía seguir desde casa con unas cintas de audio. Ahora que su Lucía tenía diez años, cada vez le costaba más ayudarla con los deberes y, por primera vez, había lamentado no acabar los estudios básicos.
Su mirada se paró en el calendario que colgaba en la pared junto a la mesa, ya era jueves. Ese pensamiento contrajo su estómago, pero acalló la sensación poniéndose en marcha, debía empezar a preparar el desayuno. Minutos después apareció el pequeño Juan, medio adormilado y se sentó a la mesa. No despertaba del todo hasta que no se tomaba el Cola Cao con tres cucharadas de azúcar. A pesar de sus cinco años no era un niño difícil, pero tenía el mal despertar de su padre. Casi tras él, entró Lucía mucho más espabilada, tomó su asiento y se dispuso a untar Tulipán en la tostada que su madre acababa de servir. María besó las cabezas de sus hijos y continuó preparando las fiambreras para el recreo.
−Mamá, ¿puedo quedarme hoy después del baile en casa de Conchi? −preguntó Lucía.
−No, hoy te vienes directo para casa, es jueves y tienes clase con Pedro a las seis −sintió de nuevo esa sensación, pero volvió a apartarla.
−Juanito, el abuelo Juan te va a recoger hoy después del colegio para llevarte al fútbol, te me portas bien ¿eh? − Juan asintió mientras mordisqueaba una galleta, aún a medio despertar.
−¿Y yo por qué no puedo ir al fútbol? −protestó Lucía volviéndose hacia su madre.
−Déjate de tonterías Lucía que esas cosas son de chicos. Y no te quiero escuchar más.
−Mamá −interrumpió Juan saliendo de su letargo −¿a que en el calendario pone uno, nueve, ocho, dos? ¿Qué día de la semana es hoy? −continuó con la vista sobre el almanaque.
−Jueves −contestó su madre.
−¿Cuánto queda para que llegue papá?
−Estará aquí cuando os despertéis el sábado.
−¿Papá está en otro país? −siguió curioso el pequeño que, una vez despertaba, era un manojo de nervios y actividad.
−No, papá está en el País Vasco esta semana.
−Pues ayer me dijo por teléfono que no entiende lo que hablan los jodidos vascos −aseguró Lucía que jugueteaba con los restos de la tostada. Su madre le dio un toque en la cabeza como advertencia ante la palabrota y le retiró los platos del desayuno a ambos que corrieron al baño dándose empujones para ver quién lo ocupaba primero. Mientras fregaba los platos María pensaba en que sólo quedaban dos días para volver a ver a su Juan y un hormigueo le recorrió la espalda, mezcla de deseo y culpabilidad.
A las cinco y media el timbre de la puerta la sacó de su tarea. Quería dejar preparada la cena antes de que llegasen los chicos. Debía de ser Pedro, el vecino de la puerta de enfrente, que daba clases de matemáticas a Lucía. Cuando ella llegó al bloque, recién casada, Pedro tenía unos seis años. Hizo buenas migas con su madre, puesto que las dos pasaban mucho tiempo solas, María por los viajes de un esposo camionero y la vecina por las continuas idas y venidas de su marido, hasta que un día éste desapareció sin más. Entonces fue cuando se hicieron más cercanas, puesto que María la ayudaba cuidando al pequeño Pedro para que pudiera trabajar. El niño la adoraba, era la vecina divertida y moderna que llevaba vaqueros y el pelo cardado como en la tele, se divertía cuando tocaba pasar la tarde con María. Con el tiempo pasó a ser un adolescente que visitaba a su vecina para que le explicase cosas que no se atrevía a preguntar a su madre y para que le dejase fumar en la cocina o escuchar la música que en su casa no podía. Ahora que acababa de cumplir los dieciocho, le daba clases a Lucía para ganarse un dinerillo extra, ya que su sueldo como aprendiz de mecánico lo entregaba en casa. María abrió y se volvió rápido para atender lo que había dejado en el fuego. Pedro apareció por la cocina y cogió uno de los cigarros del paquete de Fortuna que ella tenía sobre el frigorífico. María era consciente de cómo los ojos de Pedro la recorrían de arriba abajo, fumando sin decir nada. Apagó el gas y se volvió sobre sí misma, mientras el joven desviaba la vista a la ventana que daba al patio de vecinos.
−María, ¿qué vas a regalarme por mi cumpleaños?
−¿Yo? No están las cosas para regalos, chaval. Además, ya te pago las clases, bien pagadas.
−¿Y si te acuestas conmigo? −preguntó Pedro entre risas. María también rompió a reír y le tiró el trapo a la cara. Desde que había cumplido los dieciséis Pedro había cambiado su cariño fraternal por el deseo de un adolescente con curiosidad, desparpajo y poca vergüenza.
−Déjate de tonterías. Además, tienes novia, no está bien que digas esas cosas.
−Pero ella no quiere acostarse conmigo hasta que nos casemos.
−Pues aguanta chaval, que esta parece buena chica.
De repente Pedro cambió su actitud bromista y se enderezó en la silla. María también notó cómo su actitud cambiaba y cargaba el ambiente de la estancia.
−¿Tu marido viene el sábado? −preguntó en tono serio.
−Sí, llegará aquí sobre las tres de la madrugada− contestó María volviéndose para limpiar la cocina.
−Y yo, ¿quieres que haga lo de siempre?
María se quedó en silencio, refregando una y otra vez sobre el mismo punto de la encimera. La cabeza le iba a mil revoluciones, sabía que tenía un problema, que lo que hacía no estaba bien, pero lo necesitaba, lo deseaba como no había deseado nada antes. La llegada de Lucía interrumpió la conversación. La chica entró como un rayo, directa al frutero del que cogió una reluciente manzana roja. Saludó a su madre y se fue al salón seguida de Pedro para empezar a hacer los deberes. Cuando María se quedó a solas se sentó a la mesa ahogada por un llanto que no podía dejar escapar. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué no podía ser una mujer normal? Se inclinó sobre sus rodillas buscando el aire que no llenaba sus pulmones, tenía que recomponerse antes de que alguno de los dos entrase en la cocina. Hacía seis meses que su vida se había convertido en un infierno y no podía dormir tranquila. Juan llegó aquel sábado, como siempre, sobre las tres de la madrugada; también como siempre ella lo esperaba en el sofá para ofrecerle una cena ligera. Mientras daba cuenta al bocadillo, su mujer le resumía lo que debía saber de la casa, pero sin contarle nada preocupante para no fatigarlo con problemas nada más regresar. La rutina de la llegada continuaba con una ducha y luego, en el dormitorio, Juan desahogaba con su mujer el deseo acumulado de una semana, rápido y ansioso por dormir por fin en su cama. Pero aquel sábado, seis meses atrás, mientras María yacía con Juan sobre la cama, vio a través de la ventana que alguien los miraba desde la azotea. Siempre dejaban la ventana abierta si hacía calor, puesto que la cubierta no se utilizaba y nadie debería verlos. Pero María pudo distinguir una silueta que fumaba apoyado en el pretil mirando hacia el dormitorio. En un principio quiso parar a su marido que en ese momento se desnudaba tras ella, pero entonces sintió el más ardiente deseo, una excitación desconocida que erizaba su cuerpo y calentaba su sangre y se dejó hacer, como cada sábado. Pero aquel fue diferente porque, por primera vez, sintió placer, tanto que se creyó morir, como si abandonara su cuerpo para volver a él embriagada por las sensaciones. A la noche siguiente, la de la despedida, fue ella la que buscó a su esposo en la cama para que le hiciera el amor, sin embargo, no pudo alcanzar el éxtasis de la noche anterior.
Durante los días siguientes revivió la madrugada del sábado en su cabeza una y otra vez, se sentía sucia por haber sentido tanto placer al saberse observada por un extraño. El jueves, cuando Pedro llegó para dar clase a Lucía, se dio cuenta de que él era el mirón de la azotea. La conversación empezó con una reprimenda por espiar la intimidad de una pareja, pero con habilidad la fue desviando hasta que, sin saber cómo, acordó con su joven vecino que volviera a ser testigo invisible el sábado siguiente. Desde ese momento no había podido parar. Pactó con Pedro su silencio, pagando una clase extra para que cada sábado fuese a mirar desde la azotea; si no era sabiéndose espiada no podía volver a sentir aquella experiencia sensual a la que se había enganchado como a una droga. No quería pensar siquiera que tenía que mantener de nuevo relaciones con su marido sin sentir nada, fingiendo en su deber de esposa complacida. Incluso alguna semana había pedido a Pedro que llevase a un amigo que fuese discreto con la condición de que no le dijese que ella estaba al corriente de todo el asunto.
−¡Mamá, ya hemos acabado, me voy a jugar a casa de Conchi! −gritó Lucía desde el salón para marcharse de inmediato.
Pedro se paró en la entrada de la cocina; apoyado en el quicio miraba a María que se recomponía fumando frente a la ventana. Sin mirarlo le alargó las mil pesetas por la clase. Pedro cogió el billete y lo metió en el bolsillo trasero. Esperó unos segundos en silencio, pero ella seguía absorta mirando hacia la azotea, así que decidió marcharse.
−Espera −lo paró la voz de María en la puerta de la casa. Al girarse la encontró en el pasillo, con los puños cerrados en tensión junto a su cuerpo.
−Sí, haz lo de siempre − y tendiéndole otro billete volvió por el estrecho corredor hasta la cocina.
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