Jamás olvidaría el día en que nació su hijo Juan, no sólo porque era su quinto retoño, sino porque fue el 27 de junio de 1984, un miércoles, el día en que la Selección Española quedó subcampeona de Europa frente a, nada y nada menos, que los presumidos franceses. Qué amarga sabe siempre la plata. Aquel laborable Juan tenía que trabajar, como cada día, recorriendo las calles de la ciudad con su taxi. Pero ya que la semana anterior había hecho varias carreras de buena cuantía y las calles a partir de las ocho que empezaba la final iban a estar vacías, se propuso darse el capricho de ver el partido en la peña. Al menos sentiría el calor de los otros forofos y no tendría que escucharlo en la soledad del coche. Una hora antes de que empezase el encuentro, recogió al que sería su último pasajero del día para llevarlo a la estación de tren. Intentó entablar una conversación con el joven, que andaría por los veintipocos, para intercambiar opiniones sobre la alineación de la absoluta, pero el chaval se disculpó diciendo que no sabía mucho de fútbol. Sería un rarito moderno, de esos que ahora afloraban por la ciudad. Sin embargo, sí pudo sonsacarle al tímido pasajero el motivo por el que iba a Madrid, el chico se marchaba buscando fortuna laboral. El muchacho había estudiado letras y quería trabajar de periodista. Al parecer, tenía una entrevista para entrar de becario y estaba de los nervios. Cuando apenas quedaban diez minutos de trayecto para alcanzar la estación, por la radio del coche lo avisaron de la central: Puri, su mujer, se había puesto de parto con un mes de antelación. Juan entró en pánico puesto que, a pesar de ser el quinto hijo, eso de que se adelantara no podía ser bueno así que detuvo el coche en la parada de taxi más cercana y dejó allí al joven, al que ni siquiera cobró el trayecto, para salir como un rayo hasta el maternal. Seis horas y una cesárea después nacía su Juanillo, por fin un varón para llevar su nombre.
Descolocado, Pedro, se acercó al único taxi que había en la parada para retomar su camino hasta la estación. Estos contratiempos no los llevaba bien. Lo ponían más nervioso de lo que ya estaba por la entrevista que tendría al día siguiente en la redacción de El País. Su manía por organizar y controlar cada minuto de su vida lo volvían vulnerable ante los imprevistos que se presentaban sin invitación alguna. Pero, por fortuna, allí había un taxi que podría llevarlo. Justo cuando fue a abrir la puerta una joven le llamó la atención, asegurándole que ese coche era para ella ya que lo había solicitado por teléfono. Pedro notó el sudor bajando por su impoluta camisa blanca. Esto sí que era un revés del destino. No podía, bajo ninguna circunstancia, perder el tren. Le pidió al chofer que avisara a un compañero para que viniese por él, pero el taxista le advirtió que, con el partido a punto de comenzar, tendría que esperar bastante. La chica que observaba impaciente la conversación de ambos se acercó al coche al escuchar que Pedro iba a la estación y, ya que ese era también su destino, lo invitó a compartir trayecto. Pedro titubeó varios agradecimientos y la ayudó a guardar la maleta de piel que llevaba en el portaequipajes junto a la suya, mucho más modesta. La chica, que se llamaba Aurora, también iba a Madrid en el mismo tren; iba a visitar a unos tíos que vivían en la capital con la esperanza de encontrar trabajo de camarera o de lo que fuese. Quería escapar de su conservadora familia y conocer eso que se llamaba la movida y que abría tantas puertas a jóvenes aspirantes a actriz. Porque ella, aunque no había estudiado actuación, siempre había destacado en las obras de teatro del colegio y del centro cultural del barrio. Aurora era el contrapunto de Pedro, que escuchaba fascinado las aventuras de la joven díscola. Él, que había estudiado en la Universidad, no tenía ni la mitad de experiencias juveniles que ella le fue narrando en las muchas horas que el tren tardó en llegar a Atocha. Ya en Madrid, en el momento de la despedida ella le anotó en un papel el teléfono y la dirección de la casa de sus tíos. Quería que la llamara para darle la buena noticia de haber conseguido el empleo que lo había empujado a dejar su hogar. La muchacha estaba segura de que lo lograría. Cuarenta y ocho horas después Pedro estaba en un portal de la calle San German, iba a celebrar con su única amiga de Madrid que había conseguido un puesto de reportero en prácticas en uno de los diarios más prestigiosos del país y, aunque no cobraría mucho, podría alojarse en una pensión y medio vivir hasta que lo ascendieran. Aurora, loca por conocer la noche de la capital, se había informado de los locales de moda y llevó a Pedro como si de un viacrucis se tratara por todas las salas que los jóvenes frecuentaban. Pedro se embriagó de alcohol, de música pop, de nuevas formas de vestir, del humo del tabaco y del perfume de Aurora. Nueve meses después nacería Carolina, fruto de aquella celebración desenfrenada. Por aquel entonces Pedro podía pagar un modesto alquiler alejado del centro y Aurora había cambiado los escenarios por la taquilla del teatro donde trabajaba. Sin embargo y, aunque nadie daba un duro por ellos, ambos habían encontrado en el otro su complemento perfecto.
Carolina celebró su dieciocho cumpleaños con la peor de las noticias: volvían al sur, a la ciudad de origen de su familia. Su padre iba a ser el director regional del diario en el que llevaba media vida y su madre echaba de menos vivir cerca de los suyos. La madurez y la distancia la habían acercado a aquella familia de la que años atrás quiso escapar. Aunque su situación económica era cómoda, no podían permitirse pagar la nueva casa de Sevilla y dejar a Carol en Madrid con un alquiler, por lo que tendría que hacer la carrera de arquitectura en su nuevo destino. Desde que se había enterado de la mudanza apenas cruzaba palabra con sus padres. Justo cuando empezaba a disfrutar de todo lo que Madrid podía ofrecer a la juventud, ella tendría que irse a otra ciudad y empezar de cero. Conocía a algunas chicas del barrio de las veces que habían estado visitando a los abuelos, pero se sentía tremendamente desdichada con el cambio. El primer día que llegó a la facultad sólo tenía ganas de llorar, aquello era diminuto comparado con el que hubiera sido su campus en Madrid. A la hora del almuerzo se sentó en el césped que crecía frente al edificio de arquitectura y sacó de su bolsa el sándwich de pavo y la manzana. Ella no era una chica introvertida, pero estaba tan enfadada con la vida que no tenía ganas de entablar conversación con nadie. De repente un balón cayó sobre su regazo, haciendo que la mitad del bocadillo quedara desparramado sobre el suelo. Cuando levantó la vista dispuesta a descargar toda su frustración sobre el idiota que le había terminado de aguar el día, se encontró con la sonrisa más bonita que jamás había visto. El chico la miraba pidiendo disculpas y en dos segundos se sentó junto a ella para ofrecerle la mitad del almuerzo que aún no había tocado.
—Perdona, en serio, mis amigos son unos idiotas. Me llamo Juan ¿eres de primer curso?
—Sí, no pasa nada, no tenía hambre apenas. Me llamo Carol, por cierto. ¿Eres de aquí o vienes de fuera? —dijo atraída irremediablemente por el chico.
—Soy de aquí, pero por tu acento, tú debes de ser de más arriba.
Carol sonrió y siguió charlando con el joven. Ninguno volvió a clase ese día. Hablaron de sus vidas, de sus sueños, de sus metas. Y a pesar de que ella era la hija única de un conocido periodista y él el quinto hijo de un taxista, ambos intuyeron que habían encontrado a alguien que marcaría sus vidas para siempre.
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