—Juan, estoy muy preocupada, porque escucho muchos ruidos en el piso de arriba, el de los Gutiérrez. Y ellos se fueron hace más de un mes.
—Anda mujer, será el hijo ¿no?
—No Juan, no puede ser. Cuando los padres se separaron decidió irse a vivir solo. La verdad es que ya era hora porque ese debe andar más allá de los treinta y no tenía ninguna intención de irse. Y, como se suele decir, no hay mal que por bien no venga. Por fin vio la hora.
—Pues lo habrán vendido o alquilado, a lo mejor son los nuevos vecinos.
—Tampoco Juan, no puede ser eso. Porque cuando María bajó a decirme que se divorciaba y se iban cada uno para un lado le pregunté que qué iban a hacer con el piso.
—¿Y eso para qué mujer?
—Pues porque a lo mejor nos interesaba como inversión. Aquí se rentan muy bien ahora.
—Ya, claro, a nuestra edad meternos en fregaos.
—Bueno, el caso es que me dijo que por ahora lo dejaban cerrado. Ella se iba al que era el piso de su madre y él al de la suya. Le dije que era una pena y que para qué lo querían entonces. Pero no me dio mucha más explicación.
—Porque eres muy cotilla, Rosario. Será ella, que viene a arreglar las plantas.
—No puede ser tampoco porque yo vi al hijo llevárselas todas. Dijo que su madre estaba harta de cuidarlas y no quería más responsabilidades. La verdad es que es normal, porque más de una vez me dijo María que no sabían qué hacer ya para que el hijito se marchara. Llevaba trabajando en Correos desde que acabó los estudios, tenía un buen sueldo. Pero nada, ahí metido. Además, a mí me parecía un poco raro, salía poco, nada más que cuando el matrimonio decidía salir a cenar. ¿Qué tío de treinta años sale con sus padres y no con amigos? Y ni siquiera aportaba dinero a la casa.
—Mujer, más que raro, ese es un geta. Así se vive estupendamente. Con razón el matrimonio se ha divorciado a esta edad. Hartitos estarían de cuidarlo. Pero vamos, que eso es cosa de ellos. No tenemos que meternos.
—Ya Juan, si yo no me meto, pero es que algunas noches se escuchan ruidos… raros.
—¿Raros, cómo?
—Hijo, como que están usando la cama con muchas ganas. El dormitorio principal que da justo arriba del nuestro. Tú, como duermes como una marmota, no oyes nada. ¿Le habrán entrado ocupantes de esos?
—Se dice okupas, María. Y no creo. Eso es que lo han alquilado y no ha querido decirte nada. Que tampoco tienen por qué.
En ese momento un taconeo se oyó en el salón que caía justo sobre sus cabezas. Rosario bajó rápidamente el volumen del televisor haciendo un gesto de advertencia a su marido para que no protestase, obligando a Juan a callar y a prestar atención a sus misteriosos vecinos. Siendo más de las once de la noche, el silencio reinaba en el bloque. Se trataba de una finca ubicada en el casco antiguo de la ciudad. La estrechez de esas calles lo hacía todo más silencioso aún. De pronto, el taconeo se detuvo y unas risas nerviosas y juguetonas se oyeron sobre sus cabezas. Después, el repiqueteo continuó presuroso hacia el pasillo hasta perderse en el fondo de la vivienda, donde se ubicaba el dormitorio principal. A los pocos minutos el ruido de los muelles hizo que Rosario abriera mucho los ojos y que Juan sonriera de lado mirando a su mujer.
—Ea, ahí arriba hay dos que van a pasarlo muy bien —dijo el marido.
—Esto no se queda así. Ahora mismo subo y pillo a los ocupantes infraganti. Prepara el teléfono de la policía, Juan. Por si se pone la cosa fea.
—Anda mujer, déjate de historias. Y si son nuevos inquilinos ¿qué vas a hacer?
—Pues al menos les digo que no sean tan ruidosos. Que aquí han vivido treinta años los Gutiérrez y nunca se oyó una mosca.
Juan tomó el mando de la tele y volvió a subir el volumen concentrando toda su atención en el partido de aquel miércoles, mientras veía como su mujer se apretaba la bata y se disponía a subir. Menos mal que no tuvieron hijos, porque su esposa hubiera sido una madre muy pesada.
Rosario se detuvo frene al tercero C y respiró hondo antes de llamar a la puerta. Dio tres golpes y acercó la oreja, nadie respondió. Volvió a golpear con más fuerza y aguardó de nuevo. Entonces notó que los okupas dejaban de hacer ruido y escuchó cómo se mandaban a callar entre cuchicheos. Sin embargo, nadie le abrió. Indignada apretó el timbre con fuerza, haciéndolo resonar por todo el bloque. A los pocos segundos se oyó que alguien se acercaba a la puerta, pero seguían sin abrir.
—Sé que están ahí dentro, ¿me oyen? Voy a llamar a la policía. En este bloque vivimos gente respetable y no vamos a dejar que os coléis en la casa. ¿Me oís? —terminó diciendo mientras golpeaba la puerta con la palma.
Entonces esta se abrió y tras ella apareció una muy avergonzada María que se abotonaba la blusa con premura. Los ojos de Rosario volvieron a abrirse con sorpresa, las cejas casi rozando el inicio del pelo. Abría y cerraba la boca sin emitir sonido alguno. Pero aún se quedó más pasmada cuando el marido de María se acercó para asomarse con la cara como un tomate.
—Rosario ya está, no te preocupes, que somos nosotros —empezó a decir María —no hay que llamar a nadie. Perdona si te hemos asustado.
—Pero, pero… ustedes estaban… digo… quiero decir, que yo creía… —intentaba hilar Rosario con las manos cerradas sobre el nudo de la bata.
—Nada vecina, mira lo que es la vida —explicó María— parece que al separarnos hemos vuelto a la juventud. Aún no se lo hemos dicho a mi hijo, así que te pedimos discreción. Pero mi marido y yo estamos de nuevo de noviazgo. Salimos, vamos de viaje y, bueno, algunas noches nos quedamos aquí. En realidad, estamos pensando en venirnos a vivir juntos de nuevo.
—¿Los tres otra vez? —atinó a preguntar Rosario.
—No, no, de eso nada —intervino el hombre tras la puerta— los dos solitos, como debe ser. Que ya está bien de aguan…
—Bueno, Rogelio —lo interrumpió su esposa— creo que Rosario lo ha entendido, no hay que hablar de más. Rosario —dijo volviéndose a la vecina que permanecía en el rellano— le agradezco que se haya preocupado y velado por nuestro piso. Ya sabe usted que, si oye algo, somos nosotros. Y seremos más… —dijo bajando la mirada— discretos.
Con una inclinación de cabeza Rosario se despidió y bajó hasta su planta. En su cabeza algo de esa historia no le cuadraba. Al entrar, su Juan seguía absorto con el partido, así que le contó por encima lo que había ocurrido. Viendo que la historia no despertaba ningún interés en Juan, decidió irse a la cama. Cuando ya iba por mitad del pasillo oyó a su marido reír a carcajadas mientras decía para sí mismo:
—¡Qué bribones! Cómo se las han ingeniao para darle la patada al geta.
2 Comments
Jajajaja, me ha encantado.
Gracias Rosa
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