Sola

Lucia metió la llave en la puerta y cerró los ojos antes de girarla. Otro día más. Inspiró hondo y abrió. Desde la entrada escuchaba el sonido de la tele en algún canal de deportes, el volumen siempre demasiado alto para ella. Por el largo pasillo que era el eje principal del piso se fue encontrando los restos habituales del día: zapatillas de deporte, un juguete desvencijado, la mochila de gimnasia y al pasar por la puerta de las habitaciones de la familia vio la usual estampa de camas deshechas y ropa sin doblar. Suspiró a medio pasillo, ahora pasaría por la puerta de la cocina. La cena estaría sin hacer, ni siquiera estaría prevista y, quizás, habría migas de pan en la encimera de los restos de la merienda. Eran más allá de las nueve de la noche y aún tenía mucho por hacer. Cuando llegó a la puerta de cristal esmerilado que separaba el salón del resto de la casa volvió a cerrar los ojos. Un fugaz pensamiento inundó su mente, una imagen cada día más recurrente que la hacía estremecer de felicidad, tanta que le daba miedo sentirla. No podía permitirse pensar así. No debía. Buscó la única sonrisa que le quedaba ese día y la asomó a su boca antes de entrar en la sala. Saludó a sus dos hijos. El mayor, Pedro, estaba mirando el móvil, le respondió con un «hola, mamá» desganado, sin retirar la vista de la pantalla que lo unía con su universo lleno de adolescentes de catorce años. Laura estaba practicando gimnasia en un rincón del salón, sentada con las piernas estiradas y el cuerpo sobre ellas. Cuando la oyó se irguió y le sonrió con amor contándole a borbotones lo bien que le había salido la clase de rítmica ese día. Aún tenía nueve años, todavía se alegraba de verla llegar a casa, pero sabía por la experiencia con el hijo mayor que le quedaba poco tiempo de ser su dulce hija para convertirse en una habitante más de esa casa de extraños en la que vivía.

Su marido ni siquiera respondió. A la vez que veía un partido en el televisor, escuchaba otro por la radio con los cascos puestos. Lucía dejó su bolso sobre la mesa de comedor y recogió la taza del café que Ramón se había tomado a las seis. Cuando entró en la cocina, lo oyó preguntar qué iban a cenar. Ella respiró hondo y abrió el congelador, sacó una bandeja de filetes y los puso a descongelar en el microondas. Sobre la encimera aún estaba la nota que había escrito por la mañana «sacad la carne del congelador para la cena, por favor». Suspiró con resignación. Aprovecharía ese tiempo para guisar las lentejas del almuerzo del día siguiente. Con su trabajo de turno partido en la tienda se llevaba todo el día fuera de casa. Ramón, su marido, no trabajaba. Tuvo un accidente laboral un par de años atrás y le concedieron una incapacidad parcial que le impedía volver a ejercer de albañil y, aunque podía buscar trabajos que no supusieran esfuerzo físico, decía que ya no tenía edad para aprender nada nuevo. Desde entonces, hacían malabares con su sueldo y la pequeña pensión de su marido. Al principio, Ramón hizo amagos de preparar la cena y el almuerzo para colaborar en las tareas del hogar, pero tras algún que otro intento fallido, zanjó esa vía con una frase que Lucía temía más que al fuego «pero si tu lo haces mejor, para qué lo voy a hacer yo». 

Preparó los ingredientes para el guiso y avisó a sus hijos para que se pusieran el pijama. Después de poner las verduras y legumbres a cocer, repasó las agendas del colegio y anotó mentalmente que la próxima semana tendría que pedir una hora libre en el trabajo para ir a la tutoría de Pedro. Mientras esperaba que las lentejas terminaran de hacerse, se apoyó en la encimera y encendió un cigarrillo, era el único que se permitía al día para no hacer mucho gasto en tabaco. Su mente buscó un respiro elevándose entre el humo del cigarro y el vapor que escapaba de la olla y rescató ese pensamiento feliz que había tenido antes de entrar al salón y que tanto miedo le había dado. En el sofá la esperaba otro rostro que le daba la bienvenida con una sonrisa y la invitaba a sentarse para charlar antes de la cena. La casa estaba en silencio, no había zapatos esparcidos ni ropa sin doblar, ni tutorías a las que acudir, ni cuentas por pagar, ni un piso lleno de soledad. Se vio besando ese rostro y sintió pánico. Cogió su teléfono y buscó el mensaje: «Dame una oportunidad Lucía, estamos hechos el uno para el otro, vente conmigo». No podía anhelar aquello por mucho que se ahogara entre las paredes de su casa. Despejó su cabeza de los pensamientos que la aterraban y sirvió la cena. Su hija monopolizó la conversación, aunque si no fuese por ella no habría habido palabras por decir en aquella mesa. Escuchó cómo le fue en clase, la pelea con la mejor amiga y la posterior reconciliación, su éxito en gimnasia y el resultado del examen de inglés. Pedro se limitó a asegurarle que estaba preparado para la prueba de matemáticas del día siguiente y continuó absorto en los mensajes que no paraban de llegarle al móvil. Su marido seguía embobado en la enorme pantalla plana que se había comprado con la primera paga tras el accidente. Cuando todos se acostaron Lucía recogió la mesa, preparó los desayunos de sus hijos y su tupper para el trabajo. Planchó la ropa que llevaba dos días en el cesto y las dejó en cada dormitorio con cuidado de no despertarlos. Una hora después de tumbó junto a su marido. Al notarla entrar en la cama se volvió para decirle que el fin de semana se iría al pueblo de uno de los amigos de la peña con todo el grupo para ver juntos el partido y celebrar lo que sería una victoria segura.

—¿Me quedo sola con los niños? —preguntó Lucía.

—A Pedro me lo llevo, para que deje un rato el dichoso móvil. Que están todos los niños amamonaos con las pantallas. Os quedáis las mujeres de la casa solas —respondió Ramón.

—De acuerdo —dijo volviéndose para su lado de la cama. Recordó entonces que Laura le había rogado que la dejase dormir en casa de su amiga Carmen. Le daría permiso para ir.Cuando sintió roncar a su marido cogió el móvil con extremo cuidado y lo metió bajo las sábanas para que la luz no lo despertase, buscó la aplicación de mensajes y se quedó mirando la pantalla. El corazón le latía tan rápido que lo sentía en los oídos. Con dedos inseguros escribió «vale».

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